Ansiedad, tensión, angustia, depresión, sensación de sin sentido… Los
compases de nuestro mundo son como mucha música disonante de hoy, chirrían,
atruenan, enloquecen. Basta con seguir los informativos escritos o
audiovisuales. Hay un culto a lo discordante, un regodeo en la negatividad, que
al terminar el telediario te preguntas: ¿es eso la vida?
No, no lo es. La tierra no es solo sequía. El mar no es solo tsunami. El
vecino, no es necesariamente un potencial violador, maltratador o terrorista.
La economía, aunque parezca mentira, no puede reducirse a puro déficit. Se estima que el 80% de las enfermedades modernas tienen
su origen en el estrés y que
las enfermedades relacionadas con el estrés suponen como mínimo el 75% de las
consultas al médico de cabecera.
¿Cómo recuperar pues la armonía? Primero, despertando por dentro.
Hay que volver a mirar al mundo y a nuestros semejantes con otros ojos. Detrás
de los bloques tristes de la ciudad hay horizontes de campo que hemos
preterido. Y entre los rascacielos, pedazos de firmamento. Más allá de la
mirada aviesa de mi jefe, un niño quizás incomprendido que se ha olvidado de
jugar, y en la esposa aburrida o el marido desencantado, dos novios que soñaron
una vez. ¿Se empañó aquel sueño? No, en el fondo ambos detrás son los mismos,
aunque no se lo crean. La prueba es que quizás una vieja canción recupere con
nostalgia aquel sentimiento perdido.
El ser humano es algo parecido a una cebolla, con muchas capas. Vivimos en
las superficiales: la de los quehaceres cotidianos, la última noticia, el
último agobio. Pero detrás de todas las capas hay un fondo quieto y sin olas,
una profundidad de mar. Si logramos conectar con esa zona imperturbada,
recuperamos la armonía.
¿Cómo? Sus compases armónicos no se pueden oír sino en el silencio. Es necesario acallar la mente ruidosa con la que nos hemos identificado,
volcada en el miedo al futuro y la culpa por el pasado. Y para silenciar su
runruneo continuo que nos acribilla día y noche con los “pero”, hay que
anclarse en el “ahora”, hay que sentir la energía de luz y positividad que
corre por nuestras venas desde siempre.
Un modo de hacerlo es dedicar algunos minutos al día a la meditación, a
contar respiraciones, a recitar una frase consoladora que provoque
concentración, o simplemente a pasear sin darle al coco. ¿Se ha dado cuenta que
una actividad que atrape la mente –coser, montar un barco, hacer sudokus-
libera? Porque acalla el ‘loro’ mental.
Lo importante es que ese núcleo interior, que está bien, que, aunque no lo escuchemos,
sintoniza en acordada armonía con el Universo, vaya taladrando las diversas
capas de la cebolla y nos permita recuperar la música que ya somos en el fondo
en todas las facetas de nuestra vida. Ello redundará en nuestra salud física y
espiritual.
Es verdad que vivimos un momento en que para conseguirlo hay que luchar
contra corriente. No es fácil hacer silencio, si la televisión está puesta todo
el santo día. No puede escucharse la
música interior si no hemos convertido en adictos al ruido en sus mil manifestaciones de
publicidad, consumo, ipod, móvil, internet, redes sociales, partidismo político
y mil drogas más.
Al viejo campesino le bastaba con sentarse al atardecer en la puerta de su
casa. Nosotros tenemos que dar algunos pasos más. Pero démoslos. Es cuestión de
supervivencia.
PEDRO MIGUEL LAMET
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