sábado, 9 de mayo de 2015

El egoísmo nos hace monstruos

Cuando el egoísmo empapa  toda la superficie espiritual que nace de las profundidades del ser humano elegido por cada uno, y cuando el tiempo se centrifuga resumiéndose en un yo que no puede, que está incapacitado para alternar  con las necesidades esenciales de amor para con otro, se vuelve destructivo.
No hay nada más aniquilante, ni siquiera la indiferencia misma, que el egoísmo que ignora toda otra sustancia que no sea pertinente a “yo”.
Envuelve e intoxica a la persona, convirtiéndola en un monstruo incapaz de ver, sentir, empatizar o comprender cualquier otra circunstancia que no sea la propia. Se vuelve ajeno y se enajena, siendo capaz de producir un dolor devastador en el entorno que no significa nada, salvo lo increíblemente corto o inmediato que rodea a ese “yo siendo egoísta”.
De ese modo el egoísmo y la conciencia de ser, se funden, quedando la segunda subordinada a la primera para anular cualquier resquicio de generosidad o de entrega.
La carencia de visión y de perspectiva, convierte a la persona en un pesado monstruo de cerebro emocional ínfimo.
Los egoístas son agentes que han sido devorados, deglutidos y vomitados al mundo con una conciencia deprimida. Llevan a cabo entonces, una existencia sujeta a sí mismos y a su microcosmos, sin poder asomarse a la diversidad que ofrece el contemplar, en el sentido profundo y amplio de la palabra, a quienes fueran sus semejantes. Ya no lo son. Pues no se asemejan en nada.
El egoísta pierde en su punto de fuga la posibilidad de entender de manera auténtica lo que significa la existencia de otro y de otros tanto como de mundos diversos; es decir diferentes al propio.
Para él, existe sólo lo que su corta dimensión abarca. Por lo tanto encaja en su pequeño mundo como su pequeño mundo encaja en él. 



Cynthia Grinfeld  Mayo 7 de 2015

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