Cuando el egoísmo empapa toda la superficie espiritual que nace de las
profundidades del ser humano elegido por cada uno, y cuando el tiempo se
centrifuga resumiéndose en un yo que no puede, que está incapacitado para
alternar con las necesidades esenciales
de amor para con otro, se vuelve destructivo.
No hay nada más aniquilante, ni siquiera la
indiferencia misma, que el egoísmo que ignora toda otra sustancia que no sea
pertinente a “yo”.
Envuelve e intoxica a la persona,
convirtiéndola en un monstruo incapaz de ver, sentir, empatizar o comprender
cualquier otra circunstancia que no sea la propia. Se vuelve ajeno y se
enajena, siendo capaz de producir un dolor devastador en el entorno que no
significa nada, salvo lo increíblemente corto o inmediato que rodea a ese “yo siendo
egoísta”.
De ese modo el egoísmo y la conciencia de ser,
se funden, quedando la segunda subordinada a la primera para anular cualquier
resquicio de generosidad o de entrega.
La carencia de visión y de perspectiva,
convierte a la persona en un pesado monstruo de cerebro emocional ínfimo.
Los egoístas son agentes que han sido
devorados, deglutidos y vomitados al mundo con una conciencia deprimida. Llevan
a cabo entonces, una existencia sujeta a sí mismos y a su microcosmos, sin
poder asomarse a la diversidad que ofrece el contemplar, en el sentido profundo
y amplio de la palabra, a quienes fueran sus semejantes. Ya no lo son. Pues no
se asemejan en nada.
El egoísta pierde en su punto de fuga la
posibilidad de entender de manera auténtica lo que significa la existencia de
otro y de otros tanto como de mundos diversos; es decir diferentes al propio.
Para él, existe sólo lo que su corta dimensión
abarca. Por lo tanto encaja en su pequeño mundo como su pequeño mundo encaja en
él.
Cynthia Grinfeld Mayo 7 de 2015
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